viernes, 12 de marzo de 2010

Parábola Budista de "El viaje de regreso"

Esta parábola es narrada por los cuatro ancianos:
Erase una vez un hombre que dejó a su padre y se marchó a un país muy lejano. Vivió allí durante mucho tiempo, quizás cincuenta años, y en todo ese tiempo sufrió una vida de pobreza miserable. Andando por allí y por allá, trabajando de vez en cuando, vivía como podía y sus únicas posesiones eran la ropa que llevaba puesta. Mientras tanto, su padre vivía una vida totalmente distinta, él era un comerciante con mucho éxito y, como consecuencia, era muy rico. Su negocio le llevó de lugar a lugar hasta que finalmente se estableció en un país, en el que siguió amontonando riquezas: oro, plata, joyas y cereal.
Poseía esclavos, obreros, caballos, carros, vacas y ovejas, hasta incluso elefantes (en oriente, la posesión de elefantes es una señal de gran riqueza). Inevitablemente, docenas de personas dependían de él y tenía a su alrededor mucha gente, todos esperando alguna recompensa. Su fama se extendía por todas partes en el mundo de los negocios, la  agricultura y el comercio, y era además un conocido prestamista; vivía como un príncipe. A pesar de todo eso, él nunca dejó de echar de menos a su hijo. ¿Cómo estaría? ¿Se volverían a encontrar alguna vez? Estaba lleno de tristeza por esa separación tan larga y su única esperanza era que algún día su hijo volviera para heredar la riqueza que le pertenecía. “Después de todo -pensaba él- yo cada vez soy más viejo y, sin duda, tarde o temprano moriré.”
Mientras tanto, el hijo seguía andando de pueblo en pueblo, de país en país hasta que un día por casualidad llegó a la ciudad donde vivía su padre; aunque esto él no lo sabía. Iba andando por las calles y buscando la manera de ganar suficiente para comprar comida, y vio una casa enorme y un hombre en el portal. Era evidentemente un hombre muy rico y estaba rodeado por una multitud de personas atendiéndole o esperando para verle.
Algunas de esas personas parecían tener facturas en la mano, otras tenían cantidades de dinero para dárselo, otras querían hacerle regalos e, incluso, quizá también sobornos. El se encontraba sentado en la puerta en un trono magnífico – hasta su taburete para los pies estaba decorado con oro y con plata. Tocaba millones de monedas de oro, que pasaban por sus manos y detrás de él había una persona abanicándole con un abanico del rabo de un yac. En la India, el rabo de yac es un símbolo de la monarquía y de la divinidad, por lo tanto sólo una persona riquísima, hasta el punto de considérasela, casi divina recibiría esa atención. Además, estaba sentado bajo un dosel de seda decorado con perlas, flores y guirnaldas de joyas. Era todo un espectáculo.
Cuando le vio el pobre allí en su trono y rodeado de tanta riqueza se sintió aterrorizado.
Pensó que estaba en la presencia del rey o al menos un aristócrata y se dijo a si mismo:              
“más vale que me marche, es más probable que encuentre trabajo en las calles de los pobres. Si me quedo aquí, podría acabar como un esclavo”. Inmediatamente se apresuró, sin tener la mínima idea de que el rico era su padre.
Pero el padre nada más ver a ese pobre detrás de la multitud supo que era su hijo que había vuelto después de tantos años. “¡Qué alivio!” pensó, ahora por fin podría dar su riqueza al heredero apropiado y morirse en paz. Lleno de alegría, llamó a un par de sirvientes y les dijo que corrieran tras aquel pobre y que se lo trajeran. Pero cuando lo alcanzaron se sintió más aterrorizado que nunca. “Los han enviado para arrestarme y es probable que me corten la cabeza” pensó y sintió tanto miedo que cayó al suelo en un desmayo.
Su padre se quedó algo sorprendido pero empezó a darse cuenta del hecho de que mientras él vivía en riqueza, su hijo vivía en pobreza y que esto había causado grandes diferencias psicológicas entre ellos. Evidentemente, el chico no estaba acostumbrado a estar en contacto con los ricos y poderosos. –No importa, pensó el padre, por muy bajo que haya caído, es todavía mi hijo. Entonces tomó la decisión de encontrar una manera de recuperar su relación con él. Pero mientras tanto pensó que dadas las circunstancias era mejor mantener en secreto la identidad de su hijo. Por lo tanto, llamó a otro sirviente y le mandó que le dejara salir al pobre. El cual apenas creyó en su buena fortuna y se fue corriendo en busca de trabajo en la parte más pobre de la ciudad.
Dos de los hombres de su padre, que él mismo había elegido por su aspecto humilde, le siguieron y cuando llegaron a donde estaba el hijo, le ofrecieron trabajo según los órdenes del padre. La tarea consistía en quitar un montón de basura que se había acumulado detrás de la mansión y por eso le pagarían doble del sueldo normal. El hijo aceptó sin dudar la oferta y se fue con ellos para trabajar. Día tras día trabajó, moviendo con una pala el montón y llevándolo a un lugar lejos de la casa. Encontró un sitio a donde dormir, un cuchitril de paja al lado de la mansión, tan cerca que el rico podía
verle y le hizo pensar lo curioso que era que él vivía en una casa tan bella mientras su hijo vivía en la miseria allí al lado.
Un día, después de cierto tiempo, el rico se vistió con ropa sucia y vieja y fue a hablar con su hijo: – No pienses en trabajar en otro sitio, yo me aseguraré de que tengas el dinero que necesitas. Si quieres algo, un puchero, un vaso, cereal o lo que sea, dímelo.
Tengo un abrigo en el armario que te voy a dar si quieres. No te preocupes de nada. Has trabajado bien y estoy contento. Pareces ser un hombre sincero, no como algunos de los pícaros de por aquí. La verdad es que soy viejo, así que quiero que me consideres como tu padre y yo a ti como a mi propio hijo.
Durante unos años el pobre seguía trabajando, moviendo el montón de basura y poco a poco se acostumbró a entrar en la casa sin pensarlo dos veces, aunque siguió viviendo en el cuchitril. Entonces, ocurrió que el hombre viejo se puso enfermo y dijo al pobre: –
Creo que puedo confiar en ti totalmente y ahora, como si fueras mi propio hijo voy a darte la responsabilidad de todos mis asuntos. Harás todo de mi parte. De ahí en adelante el hombre pobre empezó a trabajar de administrador del viejo rico, cuidando sus inversiones y negocios. Igual que antes, entraba y salía de la casa con libertad, pero seguía viviendo en el cuchitril. Aunque pasaba mucho dinero por sus manos, seguía considerándose pobre ya que, que él supiera, el dinero le pertenecía a su jefe.
Con el transcurso del tiempo el pobre iba cambiando. Su padre le miraba constantemente y vio que poco a poco se acostumbraba a manejar dinero y mostraba vergüenza de haber vivido en tanta miseria en el pasado. Parecía obvio que el pobre quería ser rico. Por aquel entonces, el padre era muy viejo, estaba muy débil y sabía que la muerte estaba cerca.
Así que, llamó a toda la gente: el representante del rey, los hombres de negocios, sus amigos y parientes, ciudadanos y gente del pueblo. Una vez reunidos todos, les presentó a su hijo y les contó su historia. Al terminar, dio toda su riqueza al hijo, que por supuesto no podía creer su buena fortuna.
En el contexto del Sutra del Loto Blanco, esta parábola tiene un significado específico que los cuatro ancianos explican en cuanto terminan de contar la historia. Ellos confiesan
que hasta ese momento han estado contentos con un ideal espiritual inferior. Ahora, por la bondad y generosidad del Buda se ha revelado el ideal de lograr la iluminación suprema no sólo para ellos mismos sino también por el beneficio de todos los seres vivos y de esta manera les ha hecho herederos de todo su tesoro espiritual. Igual que el hijo en la parábola, los cuatro ancianos sienten mucho gozo al reconocer la riqueza que han ganado inesperadamente.

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